Reflexión sobre la vida y la muerte.
(Al final, hay un video de esta publicación)
Osiris, hijo incestuoso del Cielo y la Tierra, inventó la agricultura en el Antiguo Egipto y su reinado fue muy beneficioso y civilizador. Murió asesinado en el río Nilo y, a pesar de que su cadáver fue desmembrado, volvió a la vida gracias al poder mágico de sus hermanas. Así conquistó los mundos del Más Allá y del Más Acá.
¿Cómo vives?, ¿Qué haces ante la amenaza de la muerte?, ¿Cómo te recuperas?
Osiris vivió, murió y resucitó.
Las deidades de Vida-Muerte-Resurrección son comunes en muchos mitos y religiones. Hoy podemos decir, que este ciclo de vida y muerte es un arquetipo con el que buscamos comprender nuestras experiencias vitales y los fenómenos naturales y sociales más significativos.
Justamente, la pandemia nos ha puesto cara a cara con la muerte: su cercanía e inminencia, nos insiste, una y otra vez, que los seres humanos somos mezquinos y mortales, por si alguna vez lo habíamos olvidado.
Pero, también, con la pandemia han resurgido algunos de los valores más preciados de nuestra sociedad: la generosidad y la entrega, incluso hasta el sacrificio. ¡Así se están forjando héroes todos los días!
Comprendernos de cara a la vida y a la muerte, nos ayuda a reflexionar acerca de nosotros mismos y de las muchas formas en que estamos dándonos vida y matándonos todos los días. Ojalá está reflexión inesperada nos ayude a enfocarnos en conductas y estilos de vida que realmente sean provechosos para la vida nuestra y de los demás.
De ahora en adelante, muy probablemente, nuestro proyecto de vida y todos nuestros proyectos personales o colectivos, estarán marcados por la vida-muerte-resurrección.
Nuestra vida está fundada en las diferencias
Nacimos para vivir. Somos únicos e irrepetibles; nacemos, vivimos y morimos en circunstancias muy diferentes; tenemos distintas personalidades; nos animan sueños, deseos y motivos diversos.
No obstante, sobre el derecho a reconocernos distintos a todos los demás, hemos construido una sociedad desigual atravesada mortalmente por la exclusión, la inequidad y la intolerancia. Fenómenos como falta de oportunidades, la xenofobia y toda clase de fobias, la discriminación y la creciente brecha entre ricos y pobres, son manifestaciones de una injusticia generalizada.
Nuestra muerte está acelerada por la corrupción
Vivimos para morir. La muerte, tal vez, la única realidad de la cual podemos tener certeza, hace parte del ciclo de la vida; somos portadores de la riqueza evolutiva de nuestros antepasados.
Sin embargo, hemos construido una sociedad al servicio de la muerte, capaz de corromper la vida de muchos por el desmesurado afán de poseerlo todo y la legitimación de las peores desigualdades. La prevalencia de los intereses individuales sobre el bien común es el denominador de todas las formas de corrupción de nuestra vida, desde las más veniales hasta las más graves.
La corrupción aumenta las desigualdades, distorsiona la verdad, mata a millones en el mundo entero y destruye nuestro planeta a pasos agigantados. El daño que le propinamos diariamente a nuestro planeta, sugiere nuestra propia extinción.
Nuestra resurrección está condicionada por la solidaridad
Morimos para vivir. El instinto de supervivencia y procreación se manifiesta a toda hora; con nuestras acciones y relaciones transmitimos lo que somos, a los demás. No obstante, “polvo somos y en polvo nos hemos de convertir”, de manera que mañana sólo seremos el producto de un cuerpo descompuesto, abono para la tierra.
Y, tal vez por esto mismo, la pandemia ha vuelto a poner en el radar de nuestra sociedad la necesidad de reconstruir nuestra sociedad, es decir, la política, la economía y la cultura, sobre la base de la solidaridad en todas nuestras actuaciones. Numerosos ejemplos de solidaridad en nuestros vecinos y en desconocidos, son motivos suficientes para tener la esperanza de un futuro mejor.
La humanidad no ha parado en realidad. La ciencia está buscando solidariamente garantizar la vida y proteger nuestro planeta, la globalización nos está haciendo partícipes de una gran tragedia y de una maravillosa oportunidad de mejora, a la vez, y la transformación digital está construyendo nuevos horizontes compartidos para el bienestar del ser humano.
En resumen, nuestro proyecto de vida y todos nuestros proyectos personales o colectivos, de ahora en adelante, deberán ayudar a construir familias, comunidades y sociedades más educadas, más incluyentes y más cuidadosas del bien común; en una palabra, más solidarias.
Al fin y al cabo, si las cosas siguieran como venían, estaríamos viviendo y, tal vez, muriendo en un entorno con graves problemas como la desinformación, la desigualdad, la corrupción y el daño ambiental.
El nuevo nombre de la esperanza y del bienestar es la solidaridad. La pandemia no habrá sido una lucha en vano si somos capaces de aprender la lección de la solidaridad, aún hasta el sacrificio, por el bien de todos.
Cada uno de nosotros está llamado a contribuir a la resurrección de la humanidad.
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